Ya son casi ocho meses desde que la sociedad chilena despertó y se alzó contra la desigualdad y los abusos de un sistema que por décadas ha imperado en nuestro país. Un proceso concordante con otros a nivel global que evidencia la reacción popular ante el desequilibrio de una pretenciosa globalización y que al mismo tiempo ha sido un retorno del sentido crítico a la sociedad, agotada por la alienación y de que “no todo está bien”.
La creación siempre despierta ante la reacción y desde octubre pasado hemos visto cómo se han multiplicado las manifestaciones artísticas expresando ese sentir y asociadas también a la población, integrándola y formando un canal de divulgación de las pasiones colectivas. Ocho meses han pasado desde ese estallido y hoy se agrega una pandemia global que ha acentuado los resultados de esta sociedad despolitizada y quebrantada. Barrios y poblaciones que son islas autónomas divididas por calles, autopistas, líneas férreas y tendidos eléctricos, que nacieron de planificaciones débiles pensadas desde un computador o del ignorante trazo de un urbanista que desde las alturas no ha sido capaz de ver la multiplicidad de colores, vidas y modos de habitar de la población en general. Un alejamiento de la realidad del que podemos encontrar además huellas durante la década de 1970 y 1980 bajo el yugo militar que fomentó expulsiones, movimientos forzados y expropiaciones. Una sumatoria de hechos que da como resultado ciudades disgregadas plagadas de voces silenciadas que en la búsqueda de la dignidad y del acceso a derechos básicos se han alzado y unido.
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